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jueves, 2 de octubre de 2014

Invitaciones al silencio...

 
EL AMOR DE LA LUNA

Erase una vez un Mago que vivía en el lugar más escondido de un bosque, o por lo menos, un lugar imposible de encontrar. El Mago había decidido asentarse lejos de toda compañía, de los ruidos, las palabras sin sentido, en general; de todo lo burdo. No es que fuera un antisocial sin remedio o un amargado íntegro, sus causas que lo llevaron a decepcionarse de la gente y buscar la soledad en paisajes más solitarios y libres de contaminación eran más profundas: fue la pérdida del único ser que él sentía que podía entenderlo y amar. Ella era una mujer común como cualquier otra, muy interesante, bella, y para él lo tenía todo. Era dichoso y feliz, ninguna alquimia podía lograr efecto tan grande como ese. Estaba esclavizado por el amor, ciego, en lo que sus artes se llamaría propiamente: encantado.
¡Qué, que horror cuando ella tuvo que abandonarlo! Su chispa de vida se perdió para siempre. Y muerto parecía el triste, el infortunado Mago, que impotencia al ver que todas sus pócimas y conjuros no podrían devolverle a su hermosa flor, que sus ojos vieron marchitar.
Cuando cayó enferma, el mago intentó hacer todo lo posible, habló con magos y hechiceras de todo el mundo, bastantes charlas tuvo con la Luna, su más cercana amiga; pero nada funcionó, y una fría noche de noviembre el alma de su amada se fue destrozando sus ilusiones y matando también sus esperanzas. Así fue como él se interno en el bosque para conllevar su tristeza intensamente, para que nadie interviniera con su sufrimiento, para hablar sin reservas con su corazón, para enfrentar sus demonios, para gritar furiosamente unas veces, para llorar sin consuelo otras tantas, y muchas más; para quedarse callado y aprender de su silencio.
El único contacto que él tenía fuera de su boscoso claustro, era con su solidaria amiga: la Luna. Quien antes, durante y después de su tragedia, había permanecido a su lado. Con la que podía hablar de lo que quisiera, con la que reía y lloraba, la que todo en todo supo comprenderlo, la que aquella noche de noviembre lo estuvo vigilando cuidadosamente, anhelando, dando todo lo que podía dar para materializarse en un humano y abrazarlo, para (por lo menos) tocarlo, pues no le bastaba con sentir su tristeza desde allá arriba.
También la Luna solo lo tenía a él, no es raro ahora señalar que siempre lo amó en silencio, con un amor tranquilo como su luz, sosegado pero firme. Él siempre supo que ella estaría cuando la necesitara, quizá esa incondicionalidad no lo dejo nunca ver su amor. Y así, un día el Mago murió interpretando como genuina amistad el idilio de la Luna. Pero mientras, muchos días tuvieron que pasar para eso, muchas veces que el Mago asistía puntual a aquel claro del bosque donde su encuentro era perfecto y nadie los molestaba, donde el sonido de los animales, las ramas de los arboles movidos por el viento, la cascada lejana y uno que otro agregado mas, eran una melodía de fondo que variaba según transcurría la noche.
El viento era el más partícipe en la melodía, traía mensajes de todos los lugares por los que pasaba, mensajes cifrados que solo un alma paciente que sabe escuchar, puede descubrirlos y comprenderlos.
Al Mago no le importaba pasar toda la noche en vela, al contrario, era la razón por la que se esperaba todo el día entero, nunca volvió a ser el mismo que fue antes de que su amada partiera; pero cambió su tristeza por una sublime melancolía. Dejaba que los recuerdos fueran y vinieran como el viento. Así recorrieron grandes distancias, pero siempre regresaron, buscándolo, la Luna también, amándolo a su manera, en la línea de lo eterno, donde los años y los días se pierden, se desdibujan, un amor sin cronología, sin tiempo…

                                                                                                                                        Mayra Tapia
 


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